martes, 12 de septiembre de 2017

Trabajo ganador del Concurso de Redaccion "Recuerdos Vividos" convocado dentro de las Jornadas Culturales de la Tercera Edad. Montiel 2017

“RECUERDOS, NOSTALGIA Y AÑORANZAS DE MI INFANCIA EN MONTIEL”.

Por Francisco Javier Muñoz Galiano.
  
   Parafraseando a Machado diré que mi infancia son recuerdos de un patio de Montiel, donde había geranios y segadores pobres, curtidos por las inclemencias del tiempo, cenando al anochecer tras una dura jornada de siega de sol a sol.
Con el transcurso del tiempo, de mi disco duro se han borrado algunas escenas de la película de mi vida durante la juventud y mediana edad, pero conservo incólumes, a modo de tesoro, las imágenes de mi niñez y adolescencia en Montiel.
En este filme hay curas con sotana, al final de la autarquía, a los que los chiquillos nos acercábamos a besar su mano cuando los veíamos por la calle, y que decían misas en latín antes de terminar el concilio Vaticano II, durante el papado de Juan XXIII y Pablo VI.
Monjas versátiles polifacéticas preconciliares que ponían inyecciones a domicilio sin olvidar la tradicional jaculatoria ´´ Ave María Purísima” al entrar en casa del enfermo, que enseñaban las primeras letras y el catecismo a las niñas y niños del pueblo, vestidas como en la época medieval, cuando en Montiel acontecieran los hechos luctuosos del fratricidio de Don Pedro I de castilla a manos de su hermanastro Enrique de Trastámara, con la ayuda del estratega Francés Bertrand du Guesclin.
“Yo no pongo ni quito a rey alguno: sólo estoy ayudando a mi señor” fueron las palabras que quedarían para los anales de la historia y que situarían a nuestro pueblo en el mapa histórico universal.
Nos apedreábamos unos a otros en las laderas del castillo, parapetándonos en la piedra Cuatro Onzas, con tirachinas e incluso con honda, una de las armas más antiguas de la humanidad, que nosotros mismos fabricábamos. Y no éramos conscientes de que ese mismo campo de batalla había sido el escenario de pretéritos enfrentamientos bélicos 600 años antes.
Nunca llegué a saber lo que había de verdad y de mito en lo que nos contaban del célebre pasadizo secreto subterráneo entre el castillo y el cerro de San Polo. No soy historiador y prefiero quedarme con aquella suerte de ‘realismo mágico’ con el que conviví en mi infancia y que me parecía tan asombroso.
Rememoro aquellos maestros rurales que nos iniciaban en nuestra grandiosa historia, nos hablaban de Viriato, el famoso pastor lusitano que lideró la resistencia contra el imperialismo romano, nos hacían estudiar la intrincada conjugación verbal española y recitar de memoria la tabla de multiplicar después de cantar el “Cara al Sol” y tomar en el recreo leche en polvo procedente de la Ayuda Social Americana.
En pleno nacionalcatolicismo vivíamos al ritmo marcado por la iglesia. Recuerdo con cariño a Don Cristóbal, a la sazón párroco de Montiel, decir la misa de espaldas a los feligreses y a mi abuela recitar la letanía del rosario en latín: “Mater castísima, Virgo fidelis, Refugium pecatorum. Agnus dei, qui tollis peccata mundi”. Ora pro nobis. Todavía resuenan en mi cabeza estas palabras que entonces me parecían normales y que ahora, retrospectivamente, me parece fascinante el haber sido de los últimos en usar la lengua del Imperio Romano.
En la iglesia había una escrupulosa separación por sexos: las mujeres, tocadas con sus velos, se ubicaban en la parte derecha del templo y los hombres a la izquierda.
Me sobrecogía la liturgia de la Semana Santa, el silencio de las procesiones, el triste doblar de las campanas de la iglesia anunciando que algún montieleño había dejado de existir, aunque había algunas cosas que no entendía, como por ejemplo aquella canción que se cantaba de “No estés eternamente mojado, perdónale Señor”. Con el paso del tiempo me di cuenta que lo que realmente se decía es “no estés eternamente ENOJADO, perdónale, Señor”. Supongo que el vocablo ‘enojado’ no figuraba todavía en mi idiolecto infantil y, por tanto, mojado era lo que más se parecía.
En mis visitas periódicas a la barbería de Tarsi, que nos cortaba el pelo a tazón, y, que por cierto, ahora parece estar de moda otra vez, me gustaba escuchar a los hombres hablar de sus venturas y desventuras en la mili de forma casi monotemática. Para ellos era muy importante evocar su tiempo en el servicio militar porque, en la mayoría de los casos, sería una de las pocas veces que saldrían del pueblo para una larga temporada y entraban en contacto con personas de otras partes del país.
El tiempo entonces transcurría muy despacio, nos creíamos eternos, y los niños pasábamos la mayor parte del tiempo en la calle, jugando a la pícula, el rulo, la cachocha, los cartones, cartuchos, las bolas – en Montiel nunca les llamamos canicas – la taba, el corte terreno o el borriquillo Gil, entre otros.
Cortábamos ramas de las higueras para hacer arcos y flechas como hicieran nuestros ancestros de la Prehistoria, vareábamos las moreras de la plaza para obtener el fruto, cual maná caído del cielo, y matábamos los pájaros de los arboles como en la época de los cazadores recolectores del Paleolítico.
En aquella España rural de mediados del siglo XX vivíamos en un equilibrio ecológico permanente con la naturaleza, con una total adaptación al medio. Los niños de pueblo no teníamos la necesidad de asistir, como ahora, a ninguna granja escuela.
Desafortunadamente, la llegada de la televisión redujo considerablemente el tiempo que los niños pasábamos al aire libre porque hubo que dedicar tiempo para Bonanza, en el bar de Rogelio y la Eloína, mientras comíamos alcahuetes – que así se les llamaba entonces a los cacahuetes en Montiel. Pronto las familias empezaron a adquirir sus propios televisores en blanco y negro, y con ellos pudimos ver, en la comodidad de nuestros hogares, Cesta y Puntos, un excelente programa de cultura general dedicado a los escolares y las famosas series como el Santo, el Fugitivo y los Intocables, que,
para mí, eran también invisibles porque tenían los odiosos dos rombos para preservar la moral de las almas tiernas y candorosas como la mía.
El déficit hídrico endémico de nuestra zona del planeta hacía que, periódicamente, hubiera en Montiel una ‘pertinaz sequía’ que amenazaba con arruinar las cosechas de las que, en parte, dependía nuestra supervivencia y que combatíamos mediante la fe, sacando en procesión al Santísimo Cristo de la Expiración. Eran las rogativas, por las que los Montieleños, y otros pueblos limítrofes, implorábamos la mediación de nuestro milagroso Cristo para propiciar la lluvia.
Una de las distracciones más excitantes de la chiquillería, sobre todo masculina, era correr tratando de colgarnos de la parte trasera de cualquier camión o camioneta que osaba invadir el territorio de nuestro pueblo.
Como la magdalena de Proust, todavía hay olores, sabores o canciones que me retrotraen a mi infancia y juventud en Montiel: aquellos picatostes con chocolate espeso de mi abuela, el sabor del pisto, con sólo pimiento y tomate, o las canciones que escuchaba en la sinfonola de los bares o que bailaba en los guateques y la verbena para las fiestas de septiembre.
Para terminar, permítaseme evocar a los personajes reales e imaginarios que formaban parte de mi universo infantil. Entre ellos la entrañable Sara, que a veces nos hostigaba en la iglesia, los helados del Peque, el sacristán y su armonio, Chavo, regando siempre en su huerta, el bar de Roque que yo visitaba ocasionalmente con mi abuelo, la tienda de Deo y Cristino, de quienes yo era cliente asiduo, Don Cristobal y Don Pedro, máximos representantes de la jerarquía eclesiástica local, sor María, a la que temíamos porque nos ponía las inyecciones, Sor Micaela y Sor Ángeles. Y por último los temidos Orejeta y el Tío del saco, con los que nos amedrentaban a los chiquillos si no nos portábamos bien y que se decía vivían en la cueva del castillo.
El éxodo rural de los años 60 hizo que yo me expatriara en busca de otros horizontes culturales y laborales. Desde entonces sólo vuelvo al pueblo de visita; pero Montiel sigue siendo, en cierto modo, para mí, una especie de Arcadia feliz, mi paraíso perdido, el lugar en donde quedó para siempre mi niñez rural y bulliciosa, el lugar que añoro y extraño cuando estoy lejos y del que quiero salir cuando llevo más de cinco días sucesivos.
*Trabajo premiado en el Concurso de Redacción “Recuerdos Vividos”
Convocado dentro de las Jornadas Culturales de la 3ª Edad en Montiel. Año 2017.

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